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Simbholos® Simbolizando la Vida ®

SI ALGÚN DÍA TE FALTARA: La miel y la hiel –por Alex Quaranta

-Chucho, si algún día yo no estoy, vos tenés que pasarla bien.

-¿De qué me hablás?

-Decía, si algún día yo no estuviera, vos no tendrías que quedarte solo.

-¿Vos pensás que estar al lado de alguien es una cuestión menor?  Pero ni loco…  Una cosa es una cosa, pero el amor, el compartir una vida… 

Silencio de caminata con perfume a misterios de un futuro imperceptible.  Deduzco que debe estar atrapado en alguna nube de pensamientos que no llueven.  Y bueno, hoy caen chaparrones aislados.  Pasarla bien.  ¿Qué me habrá querido decir?  Diversión, seguramente.  Para alejar el fastidio del aburrimiento.  Pero, ¿la ausencia del amor puede aburrir?  No, definitivamente, no está en sus cabales.  O quizás, sí.  Ni quiero pensar en su falta.  Ahora, unos mates, una porción de torta y la alegría de algunas complicidades recientes:  las miradas que se cruzan en el supermercado mientras elegimos salsa “alla bolognesa” o “alla scarparo”;  la cajera que nos adora y nos saluda con su “hola, chicos”;  las viejitas de la cuadra que se mecen hacia delante, a nuestro paso, en gesto de “cómo les va, tanto tiempo”,  con ese amor de abuelas que han aprendido que la vida es riqueza en comprensión y respeto por el camino del prójimo. 

Ahora, de repente, como si hubiera sido trasladado a otro paisaje, una mosca me zumba en el oído derecho.  No.  No es una mosca.  Es una abeja.  Dorada.  No va a picarme hoy.  Lo hará otro día.  O puede que no lo haga.  Pero volverá.  Quizás me traiga mieles de cardos.  Sí, eso me está informando.  Inexplicablemente, entiendo lo que me dice.  No me clavará su aguijón so pena de perder su vida en el intento.  Sólo me traerá mieles cuando nada pueda endulzar mi vida.  Mieles de cardos.  Eso me dice.  Cuando ya nada pueda endulzar mi vida.   ¡Qué lenguaje extraño el de este insecto laborioso!  Suena a latín, italiano, me parece.  No lo es, pero suena como si lo fuera.  Dulce, dulce, musical, musical.  De golpe, miro sus ojos.  Son de un rojo sangre, intenso.  Veo que arroja una lágrima, pequeñísima,  que se agiganta como una bola, no obstante ovalada, que al caer, tiñe de rojo su cuerpecito de delicada y diminuta estructura.  Y la pierdo de vista.  Me digo: las abejas no lloran.   Pero ésta, ésta si lloraba.  Y lloraba lágrimas de sangre, gigantescas lágrimas.

Como atraído por una energía desconocida, estoy de regreso en la cocina.  En mi mano, la lata de tomate, de salsa.  Abierta y su contenido ya vertido en una cacerola.  Todo rojo.  Rojo sangre.  Tomates del tipo “perita”, nada más.  Ovalados tomates.  Pero todo es rojo, como si una hemorragia de dudas se hubiera extendido por las paredes para pintarlas cual carteles que anunciaran un peligro inminente. 

Y lo impacto nuevamente con mi pregunta, como el principito de Saint Exupéry, incesante en su búsqueda de respuestas:

-¿Por qué me dijiste lo de “pasarla bien”?

-Se me ocurrió, no sé.  Porque dicen que el duelo por la muerte de la pareja es muy difícil.

-¿Ah, sí? Bueno, debe ser.  Será así, será así nomás. 

¡Qué raro está! Lo que me faltaba.  Años para atravesar un duelo y ahora esta idea peregrina de otra pérdida.  Sin embargo, hablar de estas cosas en un contexto de “todo está bien” es hasta reconfortante.  Porque decimos lo que decimos, pero estamos presentes, nos vemos, nos tocamos, nos escuchamos, nos sentimos, nos reímos, y volvemos a reírnos de nuestras ocurrencias.  Sí, es reconfortante.  Como esa pequeña malicia que tuvimos, cuando niños, al ver la triste escena de un huérfano que llora la ausencia de sus padres, y nosotros gozándonos de estar al amparo de los nuestros, presentes, muy presentes.  ¿Qué importa el huérfano que llora sino para resaltar la buena fortuna de contar con nuestros padres?  Lo mismo con su idea.  Es una conjetura.  Estamos juntos, podemos hablar de cualquier cosa y aún reírnos de esos desatinos porque no son más que tonteras, simplemente nada. 

El sol del ocaso golpea la ventana de la cocina, casi al punto de derribarla.  Me acerco, angustiado.  Apoyo sobre la mesa a mi compañero, mi mate, con el que había estado dialogando sobre poesía y música, de acordes sombríos.  Y, entonces, la vuelvo a ver.  La reconozco.  Es ella.  Abro la ventana de par en par, porque su cuerpo no podrá pasar si no lo hago.  Dorada, con tonos rojizos.  Hermosa, perfumada.  Me mira y me saluda así: “Amor et melle et felle est fecundissimus”.  Mis  oídos atienden y entienden lo que escuchan: “El amor es fecundísimo en miel y en hiel”.  Lo dijo, sí, lo dijo.  Y, sin advertirlo conscientemente, mis manos se extienden para recibir dos gotas, enormes, ambas doradas, una con algunas tonalidades de verde oliva. 

Sobre mi derecha, cae la de miel.  Sobre mi izquierda, cae la de hiel.   Antes de retirarse, me mira a través de sus ojos rojos y bellos.  El izquierdo, suelta una lágrima, también roja.  El derecho, lo guiña, en un gesto de complicidad.  Finalmente, en un español casi académico que logra impregnar todo el cuarto, me sentencia: “usa de la gota que desees, pero debes elegir: te endulzas o te amargas.  Es miel de cardos, de los más hermosos que pude libar para ti, para transformar espinas en dulzuras.  La hiel es de las más amargas, la extraje de tu alma en soledad.    Recuerda, es siempre tu elección la que cuenta”.

Ahora, mi palma derecha dejaría caer una gota del  fluido dorado sobre la yerba.  Sería suficiente por el momento.   Me animaría a cebar ese mate con lágrimas cálidas, sentidas, también de gozo, a la temperatura de mi corazón.  Y en ese instante de ausencias y presencias comprendería que nunca se está verdaderamente solo si se sabe, si se puede, elegir entre hieles y mieles.

 

 

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