Blogia
Simbholos® Simbolizando la Vida ®

Faltan cinco pa´ las doce (Nochebuena de mi infancia)

Faltan cinco pa´ las doce (Nochebuena de mi infancia)

Faltan cinco pa´ las doce (Nochebuena de mi infancia) * Por Alex Quaranta

 

En memoria de ella, quien me enseñó a sonreír.

 

La Nochebuena, en mi infancia era, ciertamente, una buena noche. Verde, perfumada de parque y de jardín. Noche de libélulas y canto de grillos. Evoco también bichitos de luz, esos que en el léxico de un niño aún no alcanzaban a ser luciérnagas. En esos tiempos, había una oscuridad que todo lo impregnaba, pero que a nadie amenazaba. Simplemente, noche.  De verano. Calurosa.  Un poco sofocante.  Era la década del 70.  En nuestra quinta de Merlo, cada noche de estío se convertía en testigo de cuerpos pequeños que olían a cloro y sol; pequeñas figuras exhaustas de tanto hacer olas en la piscina de fondo celeste; bracitos  incansables que golpeaban el agua una y otra vez; especie de alas que configuraron el mundo de mis sueños y la promesa de un futuro que siempre sería bueno.  Porque cuando me sentía bien, batía los brazos contra ese dulce mar, lo lastimaba de entusiasmo, como diciéndole: ¡soy muy feliz!  Y enseguida, la risa cristalina, risa de H2O.  Ahí nomás, inventaba canciones o algún poema para mis "nonnas".  Casi siempre las llamaba así.  Cuando estaba en el agua, me daban ganas de cantar, de hablar, pocas veces de gritar.     Y entonces, mis abuelas se asomaban -aunque no mucho por miedo a caerse- y orgulloso, les decía: "tengo dos abuelas que son flores: Rosa y Margarita".  Esos, sus nombres de pila. También las invitaba cuando me hamacaba.  Pero en ese caso, gritaba, gritaba con todas mis fuerzas, sus nombres y mi pueril poesía.  Gritaba porque la hamaca pertenece al elemento Aire.  Es otra cuestión.  Y no viene al caso explicarlo.

Un día, y después de tanta zambullida desde los bordes de la pileta, exhibí una rodilla vendada con clara de huevo cubierta por un lienzo blanco cortado en rectángulos desparejos. Una suerte de yeso casero para quitar un leve traumatismo.  Casi no podía moverme.  Quedaba demostrado que mi Sol y Marte en Aries necesitaban liberar su energía desde temprano.  Y siempre, los dedos de mis pies mostrando una herida en su base, nacida del roce con el piso de ese océano de cemento.  Ya de adulto, vería en esos pies de niño a mi Venus en Piscis y en Casa I… Unos pies que, buscando afirmarse, se encontrarían con el dolor y la necesidad de reparar su piel.  Piel que es límite.  Borde.  Aislación y protección al mismo tiempo.   Después de todo, ¿no es la vida una escuela de autoafirmación, el aula del ser quien somos cueste lo que cueste, frente al desafío de perder nuestros límites en un eterno recreo? (Posdata: hasta que llegamos a comprender que un solo tañido de campana marca el fin del festejo, y adentro, ya están dando clases otra vez...)

(Disculpen, vuelvo al relato). 

Más tarde, casi al ocaso, el aire se hacía pesado, denso; lucecitas de colores se encendían y apagaban en las ventanas vecinas; así nadie olvidaba de qué venía la cosa.  Alguna voz caía desde el fondo de una casa para sumarse a las voces de nuestra mesa al ritmo de los buenos augurios.  No había grandes divisiones de terreno.  Ni tantas paredes ni tantas rejas -aunque nuestra quinta sí tenía rejas, negras-; no obstante, había poco de tuyo y mío; mucho más de "esto es nuestro".   Llegaban también otros sonidos, más musicales, que lograban dibujar acordes en nuestro mantel familiar; una suerte de pentagrama de "los Campanelli" cuya italianidad seguiría vigente por un tiempo.   Y supongo que a esa altura ya mi rostro alumbraba una sonrisa.  Esa que, como infante, uno traza junto a un Papá Noel imaginado, sospechado de madre y padre, pero nunca revelado… Faltaba menos para las doce.  Y la niñez todavía no prescribía...  

La verdad es que la niñez no prescribe. Le seguimos reclamando su aroma a inocencia y esperanza toda la vida. Ese niño que fuimos sigue siendo, sólo que no alcanzamos a verlo.   Está del otro lado de la magia.  Si cerramos los ojos por un instante, hoy, en esta Noche Santa, lo veremos colgado de una estrella azul.

Lo que sí veo -y sin entornar mis párpados- es el enorme pino esmeralda en el parque de la quinta. Muy decorado. Todo iluminado.  ¡Qué bonito ejemplar de Natura!  Después de medianoche, al pie de su tronco arrugado y soberbio, le nacerían regalos envueltos en papeles rojos y verdes, con cintas y moños. 

Desde la cocina, las bandejas iban pidiendo pista para un aterrizaje de emergencia.  Siempre con voz femenina.   ¡A comerrrrr!  Todos eran manjares, pero no era necesario que lo fueran. Mientras pudiera ver esas manos sagradas, las de mi madre, las de mi abuela, el sabor pasaba a un segundo plano. 

A partir de mi octava Nochebuena, aprendí a convivir con las lágrimas de mamá.  Unos minutos antes de medianoche, ahí estarían.  Siempre asomando muy tímidamente de sus ojos verde-otoño.  Verde, mitad picardía; ocres, mitad nostalgia.  Yo observaba esos ojos como si mi mirada tuviera el poder de detener el agua-alma que de ellos brotaba.  Sin embargo, todo esto duraba unos segundos. Quizás hechizada por Mercurio, de manera veloz y casi atolondrada, el brillo de la vida retomaba los festejos, e iluminando su rostro rosado nos devolvía a todos una gozosa serenidad.  Bueno, por lo menos, a mí me la devolvía.  Era esa gozosa serenidad que anhelaría años más tarde para continuar con esta gran obra que llamamos existencia.  En ese preciso instante en que el telón cae, toda la escenografía cambia, y un cartel torpemente manuscrito nos anuncia: "Segundo Acto".

Perdón.  Vuelvo a la previa de la celebración decembrina.  E intento traer a mis retinas las imágenes de los varones de la familia.  Ya los veo.  Ahí están.  Jugando una partida de bochas.  Están (o son) felices.  Ríen.  Por primera vez advierto -en esta evocación- que ellos no sonríen.  Las mujeres sonríen.  Ellas, sí.  Pero los varones ríen, a veces a carcajadas.  Con fuerza. 

Dicho sea de paso, la risa y la sonrisa son dos caras de un mismo misterio.  La risa es el misterio que se escapa hacia la superficie, porque si no lo hiciera a tiempo, moriría ahogada de cronología.  Se suelta con el fin de exorcizar todas las construcciones vanas, filosofías baratas -incluídas las instituídas por las religiones- y sólo quiere escucharse para sentir la vida fluyendo en las venas.  La risa parece varonil.  La sonrisa, en cambio, es el misterio que sobrevive, que se revela; y porque se revela, vuelve a velarse.  Es más religiosa, porque acierta a unir lo interno con lo externo.  Le pertenece al linaje femenino de la familia.  Todas ellas, cuando pueden, sonríen.  Mamá siempre podía. Que quede claro.

Ahora, pasando a la celebración propiamente dicha, lo que nunca olvidaré son los “larga duración” o “long play”, como los llamábamos entonces.  La púa iba limpiando un solo surco… Infinitamente o no tanto.   Una vez me preguntaron cuántos surcos había en un disco… Y yo, bastante ignorante, me quedé pensando en la respuesta.  Claro, uno solo, como la vida que va sonando: muchas canciones, temas irrepetibles; pero todas memorias de un solo ser, un ser único.  Como en el long-play: un surco en completa soledad, pero enteramente él.  ¡Cómo me gustaba ese Winco que me hacía cantar, desafinar y ser feliz! ¡Y esa púa que iba saltando y, a veces, se caía en una estrofa y la repetía, la repetía, la repetía...!

Ahora faltan cinco minutos para las doce.  Mamá vuelve a la carga.  Adorablemente desafinada, ella como la púa de nuestro Winco, repite una y otra vez el estribillo, tapando la voz de Palito Ortega.  Ese era un "simple"; y, como tal, atesoraba la sustancia misma de la Nochebuena, la Navidad, el año que se iba y el que llegaría.  Una y otra vez se escuchaba: faltan cinco pa´ las doce.  Así, apocopado, medio gauchesco, muy argentino.  Faltan cinco pa´ las doce…  Sí, en Nochebuena también la cantaba...

Un día, en casa, ese disco se murió.  Era otra escenografía.  No estábamos en la quinta.  Era un día cualquiera, ni Nochebuena, ni año nuevo.   Todos los discos simples cayeron -los arrojamos, quizás-, pero sólo uno se rompió.  Ese.  Sinceramente, recuerdo muy bien lo que pasó, pero me abstendré de narrarlo porque fue un accidente.  Y en esos casos, somos todos inimputables.  De todas formas, ya prescribió.  Los accidentes familiares, las rabietas, los enojos, prescriben. Siempre prescriben.  Si hay amor, prescriben. 

Lo que no estoy seguro de que haya prescripto es el dolor que me causara ver llorar a mamá.  Un llanto rojo, de mejillas empapadas.  Lloraba por su canción favorita, la que se moría en el piso duro de nuestra cocina.  Un piso que, a la altura de este relato, ya está alienado de pasado.  ¿Qué se le va a hacer?  Y no era que el disco estuviera completamente destrozado.  No, no.  Apenas una partecita.  Pero es como lo que ocurre con nuestros cuerpos.  No hace falta que estén desmantelados de vida y estructura para que el alma los abandone.  A veces, no pueden volver a tocar su melodía, y ya.  Listo.  A otra cosa.  Se enfrían de invierno.

Y sí, definitivamente, ese disquito no sonó más.   No habría más "cinco para las doce".  Quedarían otras cosas, más abstractas aunque no menos importantes.  Por ejemplo, habría un hasta siempre para una eternidad.  Un hasta luego para un reencuentro.   Un rezo para un deseo.  Una oración para una gratitud.  Una Nochebuena para una Navidad.  Un "Papá Noel" para "Tres Reyes Magos".     Un “te amo” para un "te quiero".  Una sombra para un amanecer. Y así.  Sucesión de polaridades, de yin y yang, alternados, embrionados y poderosamente vitales, capaces de sostener esos cinco minutos finales... ¿Finales?

Una vez más, faltan cinco para las doce...  Es casi Navidad.  De lejos, llega el alboroto de muchas risas, unas sobre otras.  Apiladas, breves.  Como esos trescientos segundos que se agotan, ahogados en burbujas que aprisionan los destinos para que nunca se revelen antes de su hora.

Nuevamente, faltan cinco pa´ las doce.  Así, apocopado.  Y acá, muy, pero muy cerca, en el celeste de mis ojos, como en la piscina de nuestra quinta, agito mis brazos para volver a ver su sonrisa.  E inmensamente pequeña y eterna, me envuelve de entusiasmo en el surco de su canción favorita, repitiéndose, repitiéndose como ese estribillo, para siempre.


Alex Quaranta

0 comentarios