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ÉL (In Memoriam) Por Alex Quaranta

ÉL (In Memoriam) Por Alex Quaranta

¿Mi primer regalo para él? Un órgano, marca Casio.

En realidad, nuestro primer regalo fue un viaje a Cataratas, cinco días fantásticos, gozosos y plenos de descubrimientos. Todo inicio es siempre un terreno virgen, fecundo, y por inexplorado, pletórico de emociones, de unas y otras, de todas.

Él era pedigüeño (aunque no inoportuno, para el caso). Me agradaba sobremanera obsequiarle sus preferencias. Al hacerlo, podía sentir a su niño interior -probablemente triste y alguna vez abandonado- agradeciéndome. Y luego, él también me sorprendía. Sabía lo que yo necesitaba, lo que mi alma buscadora anhelaba. Y, como fuere, lo conseguiría para mí. Una biblia húngara, un libro no editado. No había límites.

Él y yo: sabíamos qué pasaba por la mente del otro; respetábamos nuestros silencios, los disfrutábamos como una melodía. El amor se respiraba, fresco. Lo percibía como albahaca, hierba santa, esa que creció al pie de la Cruz de Cristo y perfumó las lágrimas de María a la hora nona.

La cena, un ritual cotidiano; y no por sencillo, menos sagrado. Algo elaborado con paciencia, aroma a especias en la cocina, el mantel azul. Una velita, a veces. Otras veces, nada. Ah, sí. Un hornillo y el perfume a esencia de durazno impregnando el ambiente. Poca luz, para qué más.

Después, siempre un abrazo de gratitud, también sencillo. Y pronunciábamos esos apodos sólo por nosotros conocidos, como solíamos nombrarnos en la intimidad.  Luego, un beso chiquito, sin sabor, y un amén.

Si pasta, la salsa era mi especialidad. No sé qué encontraba en mi preparación. Pero él la prefería a la suya. Me hacía sentir un cocinero. Y nunca lo fui.

Generalmente, música para acompañar la velada. Conocía mis tiempos internos. Para los turbulentos, clásica o "new age". Para los más alegres, sonaban  canciones de Grecia, de la magia de una Acrópolis con perfume a olivos; sonidos de algún "bouzouki" ejecutado en curiosas tabernas coloridas.

Eso sí. Él y su aura poderosa me resguardaban de toda angustia; me protegían de las marejadas inesperadas. Mi nave tenía entonces una ruta, una brújula, un norte, un puerto.

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¿Dónde estoy? ¿Quién me habla? ¿A qué venía todo esto? No lo sé.

Creo que un ángel, de repente, me lanzó una flecha encendida con los más ardientes recuerdos de un verdadero amor.

Ahora, me pide que me olvide de todo. Que lo suelte... a él.

Que lo salude con otro beso, chiquito, lanzado al aire, otra vez sin sabor... sin ningún sabor, y un amén, tan eterno como cercano.  Un hasta siempre, con aroma a olivo y a olvido.

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