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Su mirada - Por Alex Quaranta

Su mirada - Por Alex Quaranta

No sé cómo, pero de una u otra manera se las arregla muy bien para espiarme. Adivino que sus ojos son de un azul cielo, azul del mediterráneo quizá. Tampoco lo sé con certeza. Hay timidez en ellos, de eso estoy casi seguro.  Su cuerpo guarda cierto pudor, porque jamás lo he visto asomado del todo; aunque -¡oh extraña paradoja!- siempre me mostró la mitad de su desnudez sin prejuicios. Bueno. Qué importa eso. Es natural. Y además, creo que conoce de mis tristezas y desvelos. ¿Habrá intuido que ya nada me subyuga ni devuelve el color y el calor de la pasión primitiva y sana, desbordante y húmeda, perfumada de humanos aromas, del almizcle de un cuerpo encendido? ¿Podría importarle? Nuevamente, no lo sé.

A veces me inclino a pensar que escucha mis pasos. ¡Qué tontería! Pero eso sí. Su persistencia me conquista y por esa razón dejé que lo siguiera haciendo, que continuara espiándome; no obstante, pretendiendo alguna indiferencia de mi parte, siempre fingida, porque mi interés fue acrecentándose conforme su mirada se repetía. Noche a noche. Siempre el ojo nocturno, penetrante, cercano y a la vez distante, perceptible e imperceptible. Me pregunto si sus pupilas sufren de agotamiento de tanto enfocarme sin obtener respuesta. Talvez. ¿Cómo podría saberlo?

¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Cuándo nos vimos por primera vez? Algunos meses atrás. Si me acerco con cuidado, puedo ver la obra de sus manos. Utiliza hilos y crea atmósferas que sostienen la vida. Es muy particular su trabajo. Me lo hizo ver adrede, para captar mi atención, para penetrar en mi alma. Sabe que su obra me cautiva, que no me atrevería a destruir nuestros encuentros porque el valor de su labor es muy grande. Y es esa magistral tarea, su tarea, la que me devuelve la curiosidad y el deseo de regresar a mi ventana de vidrio esmeralda, todas las noches, casi a la misma hora.

En ocasiones, cuando su cuerpo no estaba allí, asomado para el encuentro de miradas, me pregunté, afligido, si algo le habría ocurrido. Si habría enfermado, si estaría triste de tristeza ocre; o de tristeza gris. Pero, a la noche siguiente, volvía a sentir sus ojos posándose en los míos; mi visión sostenida en su obra de plata y luna, perfecta, milimétrica. Si me quedaba prendido de su tarea, su cuerpo se desvanecía. Si, por el contrario, me prendía de su cuerpo, su obra se desdibujaba, perdía sus bordes, sus límites.

Esta noche volveré a subir las escaleras que me llevan al ático. Me arrimaré con cautela a mi ventana del verde color de una esperanza incierta. Y entonces, con esa emoción que impregna mis retinas cuando el corazón toca el punto del amor de Dios; con alguna lágrima que quiere brotar y a veces no puede, y otras lo logra sin demora; entonces, en ese preciso instante, volveré a buscar sus ojitos y llamaré su nombre: ¡Araña! ¡Mi arañita tímida y laboriosa! ¡Ven al encuentro una vez más!

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