Su blusa - Por Alex Quaranta
 
								
				
				
 Habían pasado unos días. No sé cuántos. Unos pocos. Y entonces, tomé en  mis manos su blusa, la última que había usado. A rayitas, clara. La  acerqué a mi rostro, con cierto temor a no percibir ningún aroma. Pero  ese miedo se desvaneció y aconteció la sorpresa.  Su fragancia estaba en  ese trozo de lienzo que la sobrevivía. Guardé la blusa en una bolsita  transparente.
 Repetiría el ritual después de algún tiempo. Cuando las mañanas
 me resultaran muy negras para despertar; y las noches demasiado claras para conciliar el sueño. 
 El poder del olfato me la devolvería una y otra vez. Sonriente, envolvente, dramática. 
 Un día, muchos años después, decidí lavar la prenda. Lentamente, la  sujeté entre mis dedos y la llevé hacia mi nariz. Persistía. Dibujé una  sonrisa pálida. Digo pálida porque la observé en el espejo que devolvía  la imagen de un hijo atravesando un tiempo. 
 Abrí el grifo de color  azul claro. El agua corrió, sanadora, sobre la blusa, impregnando cada  átomo de la tela. Pronto no habría más rastro de fragancia. La magia del  jabón la borraría para siempre.
 La frescura de lo nuevo estaba por  nacer.  Sobre una cuerda y expuesta al sol, reposó un mediodía.  Y a la  tarde siguiente, se fue con otra mujer, a acariciar otros senos, a  cubrirlos. A ser abrigo otra vez. A vivir sobre otro cuerpo. Y me quedé  en paz.
 
       
		
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