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Preludio de tres lustros: Acontecer de la purificación de un alma

Preludio de tres lustros: Acontecer de la purificación de un alma

(Por Alex Quaranta, dedicado a Claudio, a 9 meses de su partida).

 

En la Roma de los primeros tiempos, la Lustración era un rito de purificación que se celebraba cada cinco años.  Los ciudadanos debían participar de esta “ceremonia” so pena de perder sus derechos civiles.

 

Si me preguntan cómo se llamaba, les diré que no lo recuerdo.  Apenas tengo una semblanza de su sonrisa y me quedó grabado el sonido de su portugués –una segunda lengua muy bien adquirida-, que sólo podría habérselas visto en competencia con la de mi prima Silvia, una verdadera maestra en hilvanar las hebras de la lengua del Brasil. 

Estimo que lo único que lograba sostenerme en ese incipiente “vínculo” era el repiqueteo de sus palabras, tan dulcemente pronunciadas, y que él sabía tejer con soltura, buen gusto y siempre con artístico humor.  Lo voy a nombrar como Fabián, sólo para que el relato resulte menos tácito.  Pero no es su nombre, aclaro nuevamente.  Y sabrán ustedes que el pobre Fabián no será el personaje principal de esta historia.  No, no lo es.  Escribo para que mi alma se libere de este peso y para que su buena esencia Dios la guarde y siempre cuide.  Su esencia, la de él, la de Fabián.

Ahora, sí, puedo continuar. 

Mientras recorríamos el trayecto que unía cierto punto de la Ciudad de Buenos Aires con las inmediaciones del Teatro Colón, le pedí que me contara lo que quisiera, pero en portugués.  (Cuando quiero ser denso, de una densidad viscosa, lo logro sin mucho esfuerzo, eso estaba claro).  No obstante, a Fabián no parecía incomodarle mi pedido.  Es más, lo hacía con alegría, casi con devoción.  Lo que se podría llamar un alma buena, a disposición del prójimo.  Vuelvo a dejar a salvo su esencia.

Sin embargo, ese día, un Samael muy particular vendría a meterse en nuestro Paraíso, recién inaugurado, y que a decir verdad, era más aburrido que el de los proto-humanos Adán y Eva, según nos ha sido pintado en las páginas del Génesis desde que el tiempo es tiempo. 

Antes de proseguir, les diré que yo fui tentado; y que quede bien claro que algún divino motivo habrá tenido esta tentación.  Prefiero pensar que así fue.

Samael (el del veneno, tal su nombre en hebreo) sería también –sin saberlo- el antídoto eficaz para que el “preludio de los tres lustros” aconteciera en mi vida.  Aún no puedo explicarlo, pero se irá aclarando, poco a poco, en las próximas líneas.   Y si quieren saberlo, Samael no era su nombre, y en este caso, recuerdo bien cuál era, pero lo llamaré así para evitarme el disgusto de que alguien se crea aludido.

Aplausos, lindo concierto.  Primera parte.  Era lo esperado.  Lo que no se esperaba, en absoluto, es lo que ocurrió en el intervalo.  De golpe, como un rayo que parte el cielo sin emisión de sonido, Samael me fulmina. Unos intensos ojos azules atraviesan el Salón Dorado de par en par y se cuelan en mi mirada; logro atajar el impacto con una sonrisa, ciertamente muy maliciosa, porque el narcótico efluvio ya había penetrado mis pupilas con dirección a la corteza cerebral, en vuelo directo.  Bastaron décimas de una mínima y posible medición del tiempo para que todo el proceso químico tuviera lugar en mi naturaleza.

Ahora su cuerpo se movía hacia nosotros.

-“¿Cómo estás?” Estampó en el aire la pregunta –mirándome de frente e ignorando a Fabián-.  Lo ayudó en su empresa una voz muy clara, aunque con el típico seseo rioplatense levemente  remarcado.

-“Bien, ¿qué tal?” La respuesta brotó de mí casi inesperadamente.  De seguro, acompañada de una innecesaria profusión de saliva en mi garganta, producto de tamaña emoción.

- “¿Se conocen?” 

A esta última pregunta, la de Fabián, había que sortearla con la rapidez que todo estudiante universitario utilizó alguna vez en un examen oral.  O se usaba alguna estrategia veloz, o todo estaba perdido. 

Nos miramos.  Y casi al unísono dijimos “sí”.    Y, a fin de que Fabián no advirtiera la mentira que en segundos habíamos urdido, nos saludamos con un beso.  Primera parte, aprobada.

Segunda parte.  Aplausos, ahora de los tres.  Terminó el concierto.

-“¿Vamos a tomar algo?” 

-“Claro, un café nos vendría bien”.

Quién hizo la sugerencia de alguna dosis de cafeína para estabilizar las energías, no está en mi memoria. 

Ya en la taberna, las miradas iban y venían, se posaban, se abrían, se dirigían, se retenían.  Lo que no puedo aseverar es dónde caerían las miradas de Fabián; si en él, si en mí, si en los dos. 

Tan irresistiblemente atractiva me resultaba esta aparición que mi cuerpo comenzó a emitir otras señales de cambios intensos, irrefrenables.  Ya había cruzado la barrera de lo admisible para la ocasión; pero debo aclarar que me gustaba todo lo que ocurría, porque nunca había experimentado nada igual; y porque ya no estaba en mi adolescencia, esa etapa mía, tan vacua de toda excitación; después de todo, yo quería probar el sabor de la manzana.  Perdón, la manzana es muy griega, no se corresponde con el verdadero relato.  El sabor de la breva, del fruto de la higuera.  Ese es el fruto del pecado, del error, pero del error que lleva la carga de un mágico sentido de propósito, para que lo bueno, a su tiempo, se manifieste.  Y se manifestaría, aunque no con Samael; y eso lo sabría después de algunas, no tan mediatas, primaveras.

Continúo. 

Ahora viene algo que evitaré narrar al solo efecto de preservar la estética del relato –si es que tiene alguna, claro-.  Diré, simplemente, que Samael fue por más.  En rigor de verdad, se puede contar, y pasaría un acto de censura. La escena, incluso, podría ser proyectada en una pantalla con la leyenda de “apta para todo público” sin que el buen gusto sea puesto en riesgo.  No obstante, el despliegue de su atrevimiento –invisible a los ojos del público de la cafetería- sería el motivo que me llevaría a cambiar de rumbo, dejando a Fabián en busca de otros territorios, lejos ya del terreno de este pecador que ahora escribe.

Esa insolencia, tan necesaria a veces para romper con las arbitrarias leyes del statu quo, me hizo dar la vuelta al mundo en ochenta segundos, aventurando lo que vendría en el futuro inmediato.  Y no me equivoqué, por lo menos, en ese aspecto. 

Nos despedimos.  De Fabián, claro.  A esta altura, decir de quién me estaba despidiendo, es sólo una cuestión de formalidad.  Para dar muestra de algún respeto, de alguna altura moral, no muy elevada, pero aceptable de todas formas.  Sería la última vez que lo vería. 

Al otro, a Samael, lo estaría viendo durante las siguientes dos semanas.  Sin mensajes de texto, esto es obvio.  Estoy haciendo, prácticamente, el relato de una vida pasada.  Pero, a esa altura, el teléfono ya había sido inventado por mi homónimo Graham Bell, y el de casa, sonaba y volvía a sonar, alentando un deseo que impregnaba las voces, mientras éstas recorrían, a la velocidad del sonido, la corta distancia que nos separaba.

 

Pero nada que comience atado al deseo puede ser más que un hecho fugaz.  Y el encuentro con Samael no sería la excepción.  Doy gracias por ello.  La aventura recorrería sus senderos, la de dos amantes; y bastante bien recorridos; aunque, debo admitir, yo no era un viajero muy experimentado.  Había pocos recursos y muchas dudas.  Pero, de todas maneras, viajamos hacia el interior de cada uno, aunque en distintas naves.

Un día, diré, el decimocuarto día de la historia, lo irreparable aconteció.  La decadencia del deseo ya se había hecho presente para entonces, como un visible síntoma de disfunción.  Atrás quedaba la escena de las primeras horas, en la que este adelantado hasta osó  ofrecerme compromiso, comprar alianzas y ornamentar un altar.  Vaya adelantado, lo que se podría decir, un visionario.

Ese día, el de lo irreparable, expresé algo que llevaría la relación a pique.  Bien dicho.  Amén, amén, amén, como hubiera cerrado el tema mi mamá buena.  Y sí.  Lo que pronuncié fue del tamaño de un iceberg, sumergido en mis entrañas.  Y el bloque de hielo hizo que nuestras almas se hundieran cual Titanic predestinado al fracaso.  Las labores del ego nunca llevan a buen puerto a las barcas de sus capitanes, menos aún, cuando éstos creen ver un buen calado en lo superficial de las aguas de las pasiones oceánicas.

¿Qué fue lo que Samael no pudo resistir?  Escuchen.  Dije: “Yo creo en el valor de la palabra”.  Adiós.  No habría bote salvavidas para tanta impertinencia.  Nos hundimos.  No, no.  Se hundió la relación… Eso, lo que quiera que fuere, lo que era.  Él y yo no nos hundimos.   No sé si sabía lo que estaba diciendo.  Todavía no estoy seguro de saber –de saborear- el valor de la palabra.  Creo que no lo sé.  Quizás lo intuya, pero no lo sé.  Porque saber es más que conocer.

Dejo esa reflexión inacabada para continuar con el relato.

En las horas siguientes mi madre, la buena, sería un refugio seguro para encontrar serenidad de ánimo.  Ya vendrán tiempos mejores, me decía.  Pero algo había en mí que reforzaba mi autoestima.  Si había podido soltar a Samael, podría estar seguro de soltar a cualquier otro personaje, sin importar en qué historia pudiera colarse su presencia. 

Había recibido la dosis de un antídoto contra la frivolidad y la inmediatez.  Lo agradezco ahora. 

Y, entonces sí, en la siguiente media luna, a muy corto plazo de esa inyección de breve placer e inevitable decepción, nos encontramos.  Él y yo.  Para que naciera el amor de los tres lustros; el cariño del verdadero, el del aprendizaje, la comprensión, la profundidad, la compañía; el del pequeño bote que siempre te deja en la orilla de una playa serena, poblada de toda flora, fauna y vida.

Este otro y yo viajaríamos en la misma embarcación, pequeña, humilde, de buena madera, resistente a cualquier embate.  Y, a pesar de todo; a pesar del velo ilusorio que ahora se atreve a separar nuestros mares, la misma nave nos está llevando, al puerto que los vientos quieran conducir nuestras almas, que siguen abrazadas demorando la decisión de sujetarse al timón.  Porque, como en la canción, aún la nave del olvido no ha partido.

 

 

 

 

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