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Nuestra Cruz

¿Sueños místicos? No, debo confesar que no, simbólicos, sí. Muchos. Pero místicos… Místicos son de otra sustancia, y no recuerdo haber participado de esa esencia. Ariel sí los tenía. Él solía contarme de sus sueños con María Inmaculada y con seres alados; también los veía, pero eso ya es para otro escrito. Si alguna vez pudiera recordar lo que mi amigo Ariel me contaba cuando éramos chicos… Él hablaba con sus plantas, pero mucho, mucho tiempo antes de que a alguna persona se le ocurriera hablar con sus tostadas. No, no. Lo de Ariel era “serio”, si vale el calificativo. Él tenía contacto con un mundo más allá de las formas. Probablemente, a medio camino de distancia entre el astral y el supra-astral. En esa ruta, en algún punto intermedio. Yo lo escuchaba con atención, aunque también con cierto escepticismo. Claro, mi mente objetiva lucharía por encarnar definitivamente en el planeta Tierra, y para eso, habría que hacer algunos esfuerzos. Estudiar las ciencias económicas, por ejemplo. De alguna manera u otra, habría que buscar recursos para relativizar mi entorno impregnado de seres inspirados. 
En fin. Decía que sueños místicos, no. A eso venía mi relato de hoy. Pero, como a veces ocurre, hay excepciones a nuestras reglas. Entonces, un día, Él entró en mis sueños. Sí. Él, con “e” mayúscula. Yo estaba observando un camino, delante de mí. Quizás el del Gólgota, quién sabe. Y, de repente, apareció portando Su cruz. Caminaba girando Su cabeza hacia mí. No sé si Simón, el de Cirene, Lo estaba ayudando a cargar el madero. No lo recuerdo. Pero a esta altura de los acontecimientos, creo que sí. Dejaré anotado, entonces, que el Cirineo Lo acompañaba. Me miró. Y, evidentemente, me sentí observado, atravesado hasta la médula por esos ojos que las lágrimas bañaban y sutilmente embellecían por el contacto con el agua y la sal. Y sin más remedio, casi sin desear hacerlo, un poco bruscamente quizás, rechacé de plano la escena, y Le dije: “Ése no sos Vos”. Así, frontalmente, sin más. “Ése no sos Vos”. Las cuatro palabras fueron lanzadas como quien apunta al norte, al sur, este y oeste a un mismo tiempo, e impacta en todas las direcciones, y ninguna… Y, dicho esto, siguió pasando el Cristo, todavía mirándome, buscándome con Sus ojos tristes, absorto por mi rechazo a Su identidad sufriente. Continuó indagando en mí con Su dolor humano. Pero ya se Lo había dicho. Listo. No era Él. No podía ser Él. Y entonces, en medio de mi negativa, como un relámpago de transformación, mis palabras fueron Sus palabras, mi voz fue Su voz, y mis oídos me dieron el veredicto, el que nunca habría querido escuchar, el de la Verdad que es una sentencia, clara y tajante a la vez: “Ese no soy Yo, Alex. Ese sos Vos”. Y, como el joven que, jugando a mirarse en un espejo fijamente, al tiempo descubre en el reflejo unas barbas blancas y unos ojos transidos por el tiempo, y se espanta por la imagen que le trae un futuro seguro… Así, con la resignación que da la vida que se va viviendo y nos va amasando con verdades y alguna pizca de Verdad, me dije y Le dije: Entonces, yo llevo mi cruz, Tu cruz. Y lo supe de una vez y para siempre. Y conocer la Verdad me hizo libre. Y, seguidamente, con cierta felicidad doméstica, la que nos trae decir las cosas tal cual son… Así, encorvándome un poco, como quien vuelve a la matriz de su madre, tomé esa sábana limpia y aún tibia –que, a esa altura, sólo cubría mis pies- y enfundé todo mi cuerpo; y, al hacerlo, el renovado calor de mi anatomía me confirmaría la promesa de un futuro poblado de esperanzas. 

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