Eran las dos y diez minutos de una madrugada de luna en Sagitario. Una voz, a mis espaldas me advirtió: "no será fácil, pero lo disfrutarás". Me habló en arameo, pero ahora no tengo las palabras, sólo la versión traducida a esta lengua –mi español monótono y ansioso de vocablos- que sólo olvidaré el día que mi cuerpo diga adiós.
No será fácil... Y por querer responderle a ese ángel invisible, abrí mi boca y tragué agua, sal y esencias de cielo y tierra. Una irresistible mezcla de confusión. Como siempre lo son las aguas de Neptuno que lentamente se las ingenian para anestesiar la realidad. Y, entonces, las vomité al instante, junto a un llanto que anunciaba mi reencuentro con ella. Con ella… Después de tantas vidas sin vernos; después de tantas muertes sin vida.
Y allí estaba, recostada, exhausta: joven, bella, desgarrada... Sus ojos del verde de una esmeralda triste, presagiaban resignación. Sus lágrimas la embellecían más aún. Nos miramos. Yo, aún sin verla. Ella sí, me miraba, extasiada, sosteniéndome frágilmente entre sus brazos. Y entonces, nos dijimos: "al fin, juntos otra vez".
Allí mismo pude intuir por qué lloraba esta niña-mujer.
Sin mirar, ella ya lo había visto todo. Hacia adelante, hacia atrás, hacia el este y el oeste de su destino de mortal.
Y durante los siguientes treinta y dos años, como treinta y dos son los senderos de una cábala de aciertos y sorpresas... Durante esos próximos treinta y dos años, contados por el artefacto siniestro que todas las horas marca, sería el nuevo mundo de dos almas que siempre fueron una, el mundo nuevo del incuestionable aroma a los nardos del Cristo de la paz.
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